jueves, julio 31, 2008

Bolívar hasta en la sopa

En Venezuela, Bolívar es omnipresente, donde quiera que mire allí estará Él: pintarrajeado en un mural, en el nombre de cada plaza central, y hasta tintineando en los bolsillos…

Su presencia lo impregna todo, absolutamente, todo; es más podría decirse que para algunos Bolívar es Venezuela y Venezuela es Bolívar...

Nada tiene de excepcional, que una nación tenga héroes, pero si sólo tiene uno y a ese “único” se le erige en tótem sagrado, en semidiós, en la brújula, en la historia, en la ideología, en la encarnación del Estado. En este supuesto, acaso no, estaríamos ante una exageración insana, bizarra, que tendería a empobrecer el análisis de la realidad pasada y presente; y a asfixiar, por no decir, a abortar las proyecciones futuras.

Peor aún, si como es el caso en Venezuela, se elige dentro de todos los hombres y mujeres excepcionalmente valiosos que, por una u otro motivo, hayan estado ligados al devenir histórico de esa tierra a uno sólo, independientemente de la talla de éste, así sea su Padre y Libertador; el efecto nefasto sigue siendo el mismo: “El fin de la historia”- citando la frase desafortunada de FUKUYAMA, cuando hizo referencia a la democracia como el culmen, como el punto final-; es decir, que ya no queda nada más, que todo esta hecho por un personaje glorioso que vivió hace dos siglos. Entonces, no hay razón para esforzarse, ni lugar a la creatividad, tan sólo, debemos limitarnos a obrar conforme a lo dispuesto por el grande hombre, y a lo sumo, a actuar en torno a su magna figura: los poetas a escribirle odas, los escritores a narrar sus hazañas, los políticos a continuar su estela, los pintores a retratarlo, que digo a plagiar su retrato, pues, obviamente, los fantasmas no posan…

Por más que muchos lo desearán, la realidad es que el personaje ya no existe; si bien, persiste su legado y es nuestro deber cuidarlo, respetarlo, ensalzarlo, acrecentarlo; sobretodo y precisamente, porque lo que él nos entrego fue la independencia, la emancipación del territorio, para que fuésemos una nación y consecuentemente, un Estado libre.

Tristemente, al parecer, nos conformamos con rendirle culto, con ser sus sacerdotes y fieles; perdiendo por ello, paradójicamente, nuestra responsabilidad e independencia, tanto individual como colectiva.

Ya es hora, que dejemos de ser acólitos de un fundamentalismo[1] aunque éste sea de tinte histórico, pues igual nos ciega, embrutece, infantiliza y nos llena de ira e intolerancia al otro, al que disiente, al que no cree en nuestra verdad absoluta. Ha llegado el momento de despertar, de dejar de reducir la historia nacional, de ampliar las miras, de ver el pasado cómo fue o al menos de querer verlo de esa forma, para poder comprender el hoy: la realidad que experimentamos aquí y ahora; y por ende ser capaces de planear un futuro, el nuestro, el inmediato, incluso el mediato; un porvenir que responda a las necesidades, inquietudes y deseos, de los que, actualmente, somos y/o vivimos.

En fin, comencemos a ser ciudadanos…


[1] "Al mundo lo amenazan tres plagas, tres pestes:

La primera es la plaga del nacionalismo.

La segunda es la plaga del racismo.

Y la tercera es la plaga del fundamentalismo religioso.

Las tres tienen un mismo rasgo un denominador común: la irracionalidad, una irracionalidad agresiva, todopoderosa, total. No hay manera de llegar a una mente tocada por una de estas plagas. En una cabeza así constantemente arde una pira en espera de víctimas. Todo intento de entablar una conversación serena está condenado al fracaso. Aquí no se trata de una conversación sino de una declaración. Que asientas a lo que él dice, que le concedas la razón, que firmes tu adhesión. Si no lo haces ante sus ojos no tienes ninguna importancia, no existes, pues sólo cuentas como un instrumento, como un arma. No existen las personas, existe la causa.

Una mente tocada por semejante peste es una mente cerrada, unidimensional, monotemática y sólo gira en torno de un único tema, el enemigo. Pensar sobre el enemigo nos alimenta, nos permite existir. Por eso el enemigo siempre está presente, nunca nos abandona." KAPUSCINSKY, Ryszard, El Imperio, Traducción del polaco de Agata Orseszek, Editorial Anagrama, Barcelona, 2007, p.266.


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